La renuncia de Alejandro Gertz Manero llegó disfrazada de “motivos personales” y de un repentino entusiasmo por las embajadas, como si el fiscal hubiera decidido, de la noche a la mañana, cambiar expedientes por cocteles diplomáticos. La versión oficial es tan absurda que provoca risa, y luego enojo, porque asume que quienes la escuchamos no entendemos nada. Pero sí entendemos. (No somos pendejos.) Entendemos perfectamente que esto no fue una renuncia: fue una operación política con nombre y apellido.
La coreografía lo delató todo. Un día antes, Adán Augusto entra a Palacio. Al día siguiente, Gertz entrega la carta. Ese mismo día, Morena la aprueba como trámite exprés. Este país ha visto suficientes maniobras para reconocer una cuando ocurre frente a nosotros, y esta fue tan burda que ni siquiera se molestaron en simular tensión narrativa. Simplemente lo sacaron. Y lo sacaron porque estorbaba.
Y estorbaba porque la fiscalía tenía en la mesa expedientes que apuntaban directo hacia el hombre que hoy controla el Senado: el caso Bermúdez, las notarías regaladas, el patrimonio que creció solo, el huachicol fiscal que nadie quiere tocar. Todo eso podía incomodar. Todo eso podía explotar. Y qué conveniente que el fiscal “renuncie” justo cuando Adán Augusto necesitaba aire.
La cereza en el pastel fue la carta donde López Hernández cuestiona a Gertz, una joya de sinceridad involuntaria. Un coordinador político opinando sobre la permanencia del fiscal es la prueba más clara de que la autonomía de la FGR existe solo en discursos. Y aun así, esperan que aplaudamos la versión de la renuncia voluntaria, como si viviéramos con los ojos cerrados.
Pero no los tenemos cerrados. Vemos lo que hacen. Entendemos cómo se mueve el poder. Y si algo queda claro después de este episodio es que, por más que lo intenten, no pueden tratarnos como si no nos diéramos cuenta.
Porque no nos da amnesia.
Porque no nos tragan el cuento.
Porque —y hay que decirlo así, sin filtros— NO SOMOS PENDEJOS.
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